RAÍCES
Cuando se hubo asegurado de que puertas y ventanas estaban cerradas, atizó la lumbre agonizante en el hogar que presidía el salón, se sirvió un vaso con aguardiente y tomó asiento junto al mirador con su escopeta cruzada en el regazo, dos revólveres al cinto y los bolsillos repletos de munición.Había nacido en la habitación contigua hacía casi setenta años, como su padre antes que él, y desde entonces se podían contar con los dedos de una de sus encallecidas manos las veces que había abandonado la hacienda. Una vida larga, dura, demasiado para renunciar a ella a esas alturas.
Los primeros en llamar a su puerta semanas atrás fueron los abogados; pájaros de mal agüero enfundados en trajes de calidad que no lograban disimular su vileza, quienes le trasladaron la oferta de sus representados por la propiedad, situada, por lo visto, a pocos kilómetros de la frontera en un lugar idóneo para sus intereses. Las sonrisas aviesas, engañosamente cordiales, enseguida le hicieron desconfiar. Los despidió hosco, instándoles a no volver a importunarle con propuestas que no había solicitado. Pocos días más tarde encontró las primeras reses muertas pudriéndose junto a la poza donde solían abrevar.
Regresaron la mañana después del sospechoso incendio que había consumido el granero, acompañados por varios individuos con trazas de esbirros.
• Pinche hijo de puta - le espetaron tras otro breve intento de negociación ante su obstinada negativa, antes de alejarse en sus lujosos vehículos - le convendría no dar problemas. Coja la plata y márchese a morirse a otra parte. Acá incomoda.
Lo cierto es que el dinero que se le ofrecía era mucho. Más que suficiente como para comprar otra finca y vivir con holgura el resto de sus días. Solo dudó un par de segundos.¿Qué cantidad alcanzaría a pagar el sudor con que había regado esa tierra? El esfuerzo, la ilusión, los desvelos. La satisfacción de una cosecha abundante, las estrecheces cuando la sequía mataba de sed a sus animales... No, decidió, no había dinero que lo pagase. No que le comprara. Y en esas se veía ahora, con su escopeta sobre las rodillas. Tarifando.
No le gustaban los relojes. A su modo de ver, siempre acababan por señalar el final de algo. Ese en particular era horrible pero no concebía la repisa de la chimenea sin aquel engendro tañendo cada hora hasta donde alcanzaba su memoria. Sonaron tres campanadas que se le antojaron siniestras en la quietud de la noche cerrada y como si de una suerte de contraseña se tratasen, el destello de los faros de varios vehículos se coló por el ventanal. Pocos segundos después se escuchaban los primeros disparos y los cristales le herían en la cara.
A su llegada con las primeras luces del alba, los soldados, advertidos del tiroteo desde los ranchos vecinos, encontraron un escenario dantesco. La casa, en cuyas paredes y muebles acribillados se distinguían con claridad las huellas de una pelea feroz, aún olía a pólvora. Junto a la destrozada puerta principal yacían los cuerpos de tres sicarios abatidos, según se concluyó en la posterior investigación, en el momento en que forzaban la entrada. Las pesquisas arrojaron más datos que estremecieron a los investigadores, como el uso por parte de los asaltantes, veinte al menos, incluso de granadas de mano, o la postrer resistencia del propietario de la hacienda atrincherado en el dormitorio que le vio nacer, donde aún tuvo arrestos para acabar con dos atacantes más y herir de gravedad a otro (lo encontraron desangrándose escondido en el sótano, abandonado por sus compinches), antes de caer él mismo muerto, cosido a balazos y puñaladas.
Como era de esperar, la prensa internacional no se hizo eco del suceso, el cual quedó brevemente consignado en los diarios locales como un episodio más de la guerra sorda, cruenta e implacable, que se libraba desde hacía varios años contra los todopoderosos cárteles del narcotráfico. Pura rutina ignorada, entre tantas cosas, por un mundo adocenado con luces de colores, ciego, sordo y mudo. Ajeno a que en un punto insignificante del mapa, pero que era el suyo, Manuel Garza, el viejo testarudo, había sabido tasar sus raíces, su vida y sus principios más caro de lo que ningún narco, picapleitos, gobernante, periodista o mero espectador podría haber imaginado. Ni pagar.