MANUEL
A Manuel en el pueblo solían señalarle con el dedo. "En su casa se acabó el gas", decían, "le falta un hervorcito largo".No le importaba. Él era un niño feliz con el pelo cano.
Me consta porque lo vi una vez, que le guardaban un traje "de vestir" ya pasado de moda cuando se lo regalaron, en algún armario. Su traje aún vive tranquilo sin que nadie le moleste, colgando sobre su único par de zapatos.
Un jersey de lana azul marino con encaje de bolitas, un pantalón de pana brillante de gastada y unas viejas zapatillas de deporte conformaban su uniforme.
¿Ocupación? Trotaba. Sin más preocupación que poder hacerlo, Manuel se pasaba la vida trotando. Por carreteras o caminos, por playas o por campos. Trotaba y al final del día, cuando faltaba claridad para seguir haciéndolo, su cerebro de niño feliz con el pelo cano le avisaba: "Saca la manta, Manuel, que ya has llegado".
Una noche vio luz detrás de una verja.Tenía hambre y llovía así que encaramándose a los hierros saltó al otro lado saludando a voces. Manuel siempre fue muy educado, no quería que la luz se espantase.
Cuando el vigilante de la obra, hediendo a destilería y cobarde, descargó sobre su cabeza el primer palo, a Manuel le alcanzó de golpe, a los sesenta años, la madurez apagando al niño que vivía en su mirada, desaparecido sin dejar más rastro que el de la sangre brotando de la brecha abierta, junto con su eterna sonrisa bobalicona.
"Se le acabó el trotar", nos dijo el médico.
Manuel quedó lisiado, postrado en una cama.
Duró dos meses, luego le enterramos.