LA TÍA ELENA
La tía Elena parecía boba. Eso decían pero no era tal. Era ingenua, cariñosa, risueña, bondadosa, frívola de la mejor manera en que alguien puede serlo... era encantadora.La tía Elena exasperaba a los señores y señoras reaponsables. Jamás fue puntual, siempre llegaba tarde a cualquier cita. Eso sí, cuando por fín aparecía ellas palidecían mientras ellos tragaban saliva. Daba igual la hora que fuera o el sitio. A ella se la veía siempre impecable, radiante sobre sus irrenunciables tacones.
A tía Elena no le gustaba planchar, ni fregar los platos, ni la aspiradora, ni fingir ser la amita de casa esclavizada como esperaba.
No se le conocían inquietudes intelectuales, ni políticas, ni sociales. Gastaba tanto como se podía permitir, que era mucho: vestidos, bolsos, una camisa para su hermano, un cinturón para su vecina, zapatillas para la abuela, flores para su cuñada... La tía Elena era una manirrota de la que todos sacaban tajada.
La última vez que la vi, la tía Elena no había cumplido cincuenta y dos años pero ya era vieja. Tenía extraviada la mirada, el pelo sucio y las uñas desastradas. La última vez que la vi habían pasado diez años desde que le diagnosticaron su enfermedad. Desde que empezó a volverse despistada, más de lo habitual. A dejar encendida la luz cuando salía, la puerta abierta… Diez años desde que le empezó a costar recordar dónde había dejado las llaves, dónde aparcó el coche, dónde guardaba los platos...
La tía Elena llegó a olvidar su nombre, el de su hijo, su marido, su sobrino favorito... La enfermedad le robó el pasado, su vida.
Una mañana, después de olvidar comer, beber y definitivamente quién era, la tía Elena se olvidó de respirar. Sufría mucho, hasta el final, me dijo su marido y sin embargo, me juraba entre sollozos, ni siquiera entonces olvidó regalarnos su sonrisa, generosa en su línea, para que no olvidemos los demás.