CAPTURA
El perro olfatea el aire tironeando nervioso de su dueño hasta que libre de su correa se lanza a una carrera frenética a través del bosque. Detrás, guiándose por los ladridos del can, los cazadores corren esquivando raíces y ramas muertas, seguros de lograr su premio. Experimentados, cada cierto tiempo se detienen para escudriñar la espesura. La cáscara de algún fruto silvestre partida sobre el lecho de hojarasca que pisan o una hoja de helecho tronchada son señales que les aseguran no haber perdido el rastro.Pese a las salpicaduras de barro cubriéndolos casi por completo, su equipo, ropa de calidad, dispositivos gps de última generación y sendos rifles de gran calibre totalmente personalizados cuyo coste está al alcance de muy pocos, pone de manifiesto el holgado estatus económico de los monteros.
No muy lejos, en lo más intrincado de la arboleda, se escucha un aullido lastimero. Sonrien. La presa viéndose acorralada se defiende. Bien, piensan intercambiando una mirada de inteligencia, eso lo hace más interesante, no se consideran meros matarifes. La caza, aún mínimo siendo honestos con las circunstancias, debía conllevar cierto riesgo para experimentar el tan manido torrente de adrenalina que comentarán después, eufóricos, vanagloriándose de su proeza en el pabellón donde les esperan un reconfortante baño, sábanas limpias y varias botellas de Möet Chandom enfriándose para brindar a la salud de su ventura.
Encuentran a su animal tendido inerte en un pequeño claro, con la quijada descoyuntada. Debe tratarse de una pieza enorme para haberse deshecho de él de aquella manera aunque no ha salido indemne del trance; un errático reguero de sangre se pierde entre los árboles.
• Despacio, ya lo tienes...
Su objetivo se recuesta contra un tronco a no más de treinta metros de distancia, perfectamente distinguible a través de la mira telescópica entre la maleza. Efectivamente es grande, mucho, y sangra profusamente por una fea herida abierta a la altura de los riñones. Sin embargo, aunque con dificultad, boqueando igual que un pez arrancado de su hábitat, aún respira.
• Vamos, ¿a qué esperas? Acábalo.
El cazador, sin alterarse ante la impaciencia de su compañero, afirma el arma en su hombro, exhala el aire de sus pulmones lentamente y acariciando con mimo el gatillo, sin pestañear, dispara. No hace falta más que un solo tiro, certero, justo entre los ojos. La bala atraviesa el cráneo de la presa matándola en el acto. Ya tienen su trofeo.
El domingo por la tarde, de vuelta en su lujoso ático, después de besar a su esposa e hijos, Luis de la Serna, socio propietario de un prestigioso bufete de abogados, cierra tras de sí la puerta de su despacho, vetado para cualquier otra persona, incluyendo familia o personal de servicio, si él no los acompaña.
• ¿Y bien, cariño? ¿Has disfrutado de la cacería? - le pregunta su mujer durante la cena ante el evidente buen humor del que Luis hace gala.
• Muchísimo, querida. Merece la pena cada euro de la pequeña fortuna que invertimos cada año en este fin de semana.
• Me alegro, mi vida; trabajas mucho, lo mereces.
El hombre sonríe apurando su copa de vino, regodeándose en su interior con el recuerdo de las siete orejas humanas que atesora en un pequeño cofre metálico en la caja fuerte de su estudio.
• Cada euro, mi amor - repite - cada año…