LILO

A nadie extrañó que "Loco" Juarez apareciese muerto apestando a orín y vómitos en aquel callejón. Era de los pocos imbéciles consumidores de buena parte de la mierda que vendía o canjeaba con las putas de más baja estofa por diez minutos con el tanga a medio muslo contra la pared, en cualquier esquina.

Cuando durante los siguientes días fueron encontrando los cuerpos de otros de los más destacados asesinos del cártel, entre los demás empezó a cundir el desasosiego.

En un principio consideraron la autoría de alguna de las bandas rivales con las que mantenían constante lucha por dinero, prestigio o territorio. Un ajuste de cuentas que en su mundo todos tenían pendientes.

La muerte les resultaba natural. Mataban o morían a diario. Sin embargo, en aquellos cuerpos no había señales de violencia ni de los habituales balazos en la nuca o entre las cejas; únicamente expresiones espantadas y rictus evidenciando un dolor desmesurado.

Raro... era todo muy raro.

Poco después, la policía metropolitana efectuaba otra de sus redadas rutinarias en uno de los barrios duros de la ciudad.

En la escueta reseña en los diarios no se mencionó nada sobre agentes santiguándose horrorizados al irrumpir en la vivienda donde Cucho, el brujo ciego, referente entre los iniciados en el sórdido entorno de la santería, recitaba salmos de muerte acuclillado entre fotografías marcadas con arcanos escritos en sangrienta caligrafía y a medio quemar de los sicarios en cuyos pulgares, en la Morgue, ahora colgaban etiquetas con nombres inventados.

Durante el registro encontraron en el cajón de una desvencijada cómoda la página amarillenta arrancada de un viejo periódico donde podía leerse cómo una joven de apellido Lilo había caído un viernes por la noche víctima del fuego que varios miembros de uno de los principales cárteles de la zona, borrachos, hicieron de manera indiscriminada sobre la multitud que se disponía a festejar el fin de semana.

Cuando lo introdujeron esposado en el coche celular, Cucho Lilo, brujo y ciego, sonreía feroz.