HISTORIAS DE LA HISTORIA
La misiva le quema el pecho bajo el jubón. Se la entregaron la noche anterior junto con un Agnus Dei de oro, algunas monedas y el encargo de hacérsela llegar a su destinataria. Hernando jamás sintió placer al arrebatar una vida salvo por la satisfacción del trabajo bien realizado. Tampoco hasta aquel momento había sentido remordimiento alguno, limitándose como él mismo apunta cuando le preguntan, a ejercer su oficio con diligencia y el debido respeto. Sin embargo, esa mañana le gustaría que su profesión fuese cualquier otra.
Aparta los paños que cubren el imponente espadón con el que aplica la justicia del rey con la mirada fija sobre la figura que con gesto grave pero firme, aguarda en el patíbulo, flanqueado por otros dos camaradas supervivientes a la carnicería llevada a cabo por las tropas realistas el día anterior. De tez morena y rasgos finos, ligeramente endurecidos por una barba recortada y las visibles marcas de batalla y vigilia, el sayón no puede dejar de apreciar que su expresión no denota sino una enorme determinación y nobleza. Su rostro no es el de un traidor, piensa. Es el rostro de un soldado, un visionario; un líder nato, comprometido, que no dudó en arriesgar la vida renunciando a su propia clase en pos de una idea de justicia igualitaria demasiado grande para sus gobernantes y su tiempo.
Llegó su turno...Sus últimas palabras, reconviniendo afectuosamente a uno de sus compañeros que airado protestó al ser leída la acusación formal de sedición antes del cumplimiento de su sentencia, hicieron que al verdugo Hernando, hombre de bien al fin y al cabo, le embargara una terrible sensación de vergüenza al descargar sobre el cuello del condenado el golpe de lo que no cabía de ningún modo titular de justicia. "Ayer era el día de pelear como caballeros, amigo mío. Hoy lo es de morir como cristianos".
Apenas una semana después, en el alcázar de Toledo, último bastión del Movimiento sometido a asedio por las tropas leales a la Corona, María, la hija del Gran Tendilla, Pacheco, Grande de España pero ante todo compañera y esposa, llora desconsolada estrechando contra sí un adiós bañado en lágrimas. Sólo pudo leer antes de derrumbarse la primera línea firmada por Juan Padilla, capitán general de los comuneros de Castilla:
" Señora, si vuestra pena no me lastimara más que mi muerte, yo me tuviera por enteramente bien aventurado..."