VIRTUAL
Julián era un hombre corriente. Mucho. Un tipo insustancial con poca presencia y menos carisma.Indefectiblemente, cada mañana a las siete en punto el zumbido del despertador sobre su mesita de noche daba inicio a la secuencia que gobernaba su vida. Invariable. Zumbido -luz - zapatillas - baño - dientes - café - oficina.
Esclavo de sus rutinas, después de una frugal comida dedicaba las tardes a alistar meticuloso todo lo necesario para que la jornada siguiente la tediosa cadena de hechos sin acontecer se sucediera de nuevo sin sobresaltos. A las nueve siempre estaba cenando. A las diez, sin falta, roncaba.
Un acontecimiento en apariencia vanal vino a trastocar un día el programa vital que Julián había adoptado sustentando su medianía. En aras del progreso, la globalización y la ley del mercado, según sostuvo reuniendo a todos los empleados una mañana el gerente de la empresa reproduciendo las palabras del avezado comercial que le había inducido a semejante epifanía tecnológica, se contrató en la misma una línea de internet. Esto supuso para Julián un hallazgo desconcertante. De manera inconsciente, miedoso al principio, pudoroso incluso, con el arrojo que radica en el anonimato después, comenzó a dedicar cada vez más tiempo a investigar aquel nuevo espacio ilimitado, exento de protocolos sociales y a menudo, éticos o de sentido común. Descubrió que en ese mundo binario, cubierto con una patina acrílica para disimular su gris, Julián podía ser quien quisiera, lo que quisiera. Podía matar dragones, seducir doncellas, transformarse al antojo de su avatar en canalla cautivador, sapientísimo filósofo o bohemio fascinante. Únicamente debía escoger su algorítmica máscara para que como por encanto se abriesen ante sí, desplegadas en pestañas, infinitas posibilidades para huir de su mediocridad sin caer en la cuenta de que a medida que se apartaba de la realidad, dejaba también en la cuneta todo rasgo humano, olvidado junto a su propia identidad, supliendo sus carencias con humo de colores: aparatoso, futil, falso. Acumulaba muescas en una culata de mentira demasiado grande para su cartuchera, cadáveres a lo largo del lodazal incapaces de remover una conciencia ausente, desechada, cerrada por la defunción de un alma que fue gris y se tiñó negra.
Julián ahora explora intrincadas selvas en horario de oficina. Observa, teje redes fabricadas con unos y ceros, apunta y dispara hacia un rebaño en que se confunden en un babel cibernético amos y pastores pocas veces de fiar. Pocas veces gente. Pocas nada.
Al otro lado de la pantalla Cristina consulta la hora. Aún tiene tiempo antes de finalizar su jornada laboral, su carnaval diario. Fija el objetivo y dispara. Pocos segundos más tarde, Julián, o cualquiera que sea el personaje elegido en esta ocasión, sonríe frente al teclado, confiado, soberbio, ajeno desde su deforme percepción a la certeza universal de la existencia de una horma para cada zapato.