VEINTE PERLAS
Mediada la mañana el calor resulta sofocante aquel día. A decir verdad, el calor siempre sofoca en Cuba.Ha velado toda la noche como el resto de habitantes de Santiago, sus autoridades, la guarnición o los hombres que componen la dotación de su navío; yate armado mercante casi siempre, corsario eventual cuando ondea el pendón negro y el uniforme de Manuel, azul con abotonadura dorada, no es el de un oficial ni por supuesto el de un caballero.
El cañoneo proveniente del mar recortado en la ventana a su espalda provoca ondas concéntricas en el café que se enfría sobre la mesa de su estudio. No alberga dudas respecto al resultado de la batalla. Frente a los flamantes acorazados yankis, Cervera oponía arrestos, reputación y soberbia embarcados en buques obsoletos y mal armados avanzando zigzagueantes en fila india desde la bocana del puerto, obcecadas sus tripulaciones bajo el fuego únicamente en ganar la distancia necesaria para morir matando.
Huele a humo y a derrota. Las explosiones retumban cada vez más cerca, demasiado, estremeciendo el mundo a su alrededor . Él permanece impasible en su asiento, mirando sin ver la taza de fina porcelana cuyo contenido se derrama sobre la mesa cuando revienta el polvorín del castillo. Su pensamiento vaga lejos, muy lejos, a cuatro años y todo un océano de distancia.
La suya era una historia de folletín.
Mando intermedio en uno de los vapores que recorrían el trayecto de Sanlúcar a Cádiz por el Guadalquivir, había sido un muchacho de futuro prometedor, enamorado de la vida y su profesión, empeñado en la más apasionante de la aventuras cuando posó la mirada sobre una mocita de noble cuna, dulce y hermosa quien, para desgracia de ambos, correspondió a su amor. Los jóvenes pertenecían a dos mundos que discurrían paralelos, sin rozarse, y el duque, típico, tópico, se iba a encargar de que su aristocrático abolengo no se viese mancillado por un advenedizo de buena planta y bolsa razonable pero con la sangre roja del vulgo. Bueno para servir a su casta, nunca, juraba por la memoria de sus ancestros, iguales.
Ostracismo social e influyentes palos en las ruedas de su porvenir desembocaron en votos arrebatados, llanto y la mujer mirando desde el palomar del palacete familiar las velas de una goleta alejándose río abajo, hacia un mar desde el que Manuel prometió regresar, tarde o temprano, a buscarla.
Primavera, verano... otra vez primavera. Se fueron sucediendo los meses de ausencia de un Manuel atento siempre a su promesa y cuyo pensamiento, mientras labraba lejos su fortuna expuesto a los avatares de su oficio, se mantenía fiel, fijo sobre quien no faltaba un solo día a la ineludible cita en la torre, cada atardecer, esperanzada cuando se retiraba a descansar con que sería el siguiente cuando el río le iba a traer de vuelta a su amado. Ni el uno ni la otra llegaron a leer jamás la correspondencia que se dedicaban prácticamente a diario, interceptada merced al poder omnímodo del duque, cuyos tentáculos extendía determinado a salvaguardar lo que su anquilosada clase entendía como orden natural, lógico, estanco, de las cosas.
Otoño, invierno... y la desventura aguardándole cuando al regresar, decidido a hacer valer los derechos de sus sentimientos, su querida niña hacía meses que había perdido la razón. Loca de amor, loca de pena, de angustia, de desesperación, languideciendo hasta el punto en que cuando Manuel logró convencer al duque para consentir su visita, ni siquiera le pudo reconocer viéndose tratado con la deferencia aprendida de forma maquinal, desde pequeña, destinada a los extraños. El marino, desolado, se marchó de nuevo dejando en la capilla del palacio lo que había pretendido dote para una vida nueva. Veinte purísimas perlas, veinte lágrimas que encargó engarzar en una imagen de la Virgen antes de regresar a marear al mando de su "Manigua" unas antillas cada vez menos españolas.
Una nueva explosión esparce en todas direcciones el cristal de la ventana arrancándole de su ensimismamiento para devolverle a la tórrida mañana del tres de julio de mil ochocientos noventa y ocho, con la flota norteamericana bombardeando los restos del otrora todopoderoso imperio hispano y sus compatriotas inmolándose nave a nave, altaneros incluso ante el desastre.
Esboza una sonrisa cansada cuando sorteando los incendios que se propagan por la ciudad, el polvoriento uniforme abotonado hasta el cuello conforme a las ordenanzas y el sable en la vaina, se llega hasta el puerto donde su tripulación apareja el "Manigua", último de los buques armados en condiciones de navegar. Tratándose de un barco civil no les obliga sino el pundonor que en hombres como aquellos brota de la más profunda desesperanza. Sin embargo, a mediodía la nave se hace a la mar en solitario, yéndose a pique media hora después mientras, inutilizada la escasa artillería que portaba y la cubierta sembrada de cadáveres, trata de embestir la línea americana con su capitán Manuel Xaloc erguido en la batayola, sereno, la sangre cubriéndole el rostro enfrentado a los cañones que le acaban, mirando más allá, lejos, hacia el palomar del palacio a orillas del Guadalquivir en cuya capilla, a esas horas y para siempre, la imagen de la virgen llora con veinte perlas su desdicha.