BALA PERDIDA

En su juventud, Fernando José, hoy Don Fernando, era un hombre de carácter disoluto; soberbio, mal bebedor, jugador, putañero y pendenciero.
Su aspecto sin embargo resultaba más que agrable. Atractivo y de modales refinados; elegante, atlético, agraciado con un rostro varonil de mentón cuadrado, ojos vivos y espesa cabellera negra, sabía cómo rendir la voluntad de cualquier mujer sobre la que se posaran sus apetencias.

Éstas fueron a dar, y no las más elevadas, en la figura de Catalina, jovencita no tan casta pero aún pura de gracioso talle, sonrisa radiante y mirada llena de pájaros, de la que Fernando se encaprichó al verla cortejada por otros hombres de menor valía, en su opinión, y calidad que su persona.

Desplegó todo su arte. Regaló flores, ternuras... humo, hasta que una mañana de otoño, fría y gris, en la barraca anexa a la propiedad donde la incauta se alojaba humildemente con su familia de braceros, en aquel momento trabajando las tierras del señor, Fernando pudo al fin poseerla sincronizándose después las pérdidas de la firmeza de su miembro y del interés por el que había sido el efímero objeto de su antojo tornándose sin que le valieran lágrimas ni lamentos, nuestra Catalina, una muesca más en su culata.

Ocurrió cuando el abultamiento en el vientre de la joven evidenció la consecuencia del abuso, que su padre, furioso, se presentó en la hacienda de Fernando armado con una vetusta pistola de chispa dispuesto a lavar con sangre la afrenta. Disparó pero al ser hombre de campo poco habituado al uso de armas erró el tiro yendo el plomo a incrustarse en un viejo sicómoro. Tras el incidente el pobre hombre, capturado de inmediato, fue condenado en juicio sumarísimo a morir en la horca y su familia, incluyendo una Catalina caída en desgracia, expulsada de la finca.

La edad fue atemperando el carácter de Fernando José. Biencasó, asumió la administraciòn de la hacienda cuando murió su padre y con el transcurso de los años se le empezó a tratar de "Don". No obstante, pese al tiempo transcurrido o quizá precisamente a causa de ello, la imagen del centenario sicómoro, omnímodo bajo las ventanas de la mansión, incomodaba a su todavía joven conciencia. Decidió por tanto arrancarlo pero las raíces eran tan profundas que por ahorrarse trabajos pensó que lo más eficiente sería volarlo. Deshechó la idea de encargar el asunto a ninguno de sus hombres ya que lo consideraba una cuestión personal, una querella que incumbíales tan sólo a su pasado y a él, así que apiló alrededor del grueso tronco una enorme cantidad de dinamita junto a un par de barriles con pólvora, se alejó unos metros parapetándose tras un arbusto y prendió la mecha.

Segundos más tarde, alertados por la explosión, los hombres de Fernando José Rodrigues, Don Fernando, lo encontraron tendido sobre la hierba, yerto, rodeado de restos astillados del otrora frondoso árbol, con el corazón atravesado por la bala que, treinta años después, aún llevaba escrito su nombre