TREN
Consultó su reloj por tercera vez en dos minutos. En su semblante se reflejaba sin dejar lugar a la duda la crispación que le causaba el ínfimo retraso acumulado por el tren. Era inaceptable.¿Qué podía haber ocurrido? Los paneles electrónicos callaban una información que se le antojaba vital.Para todos sus conocidos resultaba obvio que su intransigencia sobrepasaba en mucho la línea lindante con la obsesión. Todo debía desarrollarse bajo su estricto control para conservar el precario equilibrio que le mantenía constantemente en la cuerda floja sobre el abismo de la locura.
Según el parecer del psicólogo al que solía visitar, padecía un transtorno conductual corregible mediante terapia pero él temía que hubiese algo más. Sabía que había algo más, enraizando a la sombra de su temperamento.
Los episodios coléricos se repetían cada vez con mayor frecuencia. Su fuerte carácter hacía tiempo que dejó de ser una excusa razonable para justificar sus arrebatos de ira, creciente hasta infestar su mente con imágenes de una violencia desmedida.
Hasta el momento, sin saber muy bien por qué, quizá atemorizado ante la idea de invocar a los demonios que le atormentaban desatando así un big bang impredecible, había logrado ocultar sus impulsos incluso ante un ojo avezado como el del especialista. Pero eso no iba a durar siempre. Era consciente de que solo era cuestión de tiempo. Acabaría por perder el dominio sobre ellos.
No era un psicópata, se había informado bien. Ellos, incapaces de empatizar, carecen de remordimientos y a pesar del salvajismo con el que fantaseaba cada pormenor en sus brutales delirios, éstos mellaban su conciencia sumiéndole la culpa después de cada arranque en un profundo abatimiento.
El tren por fin había llegado. Eligió un asiento al final del vagón, junto a la ventanilla. Frente a él, una joven de aspecto vulgar manipulaba su teléfono de última generación customizado con tan mal gusto como ella misma, masticando distraídamente chicle de manera tan ostensible como ruidosa.
Una parada, dos... trató sin éxito de desviar su atención centrándola en el exterior donde, desfilando a toda velocidad, balizas y farolas parecían marcar el ritmo al que su corazón se desbocaba. Dejó de oir el traqueteo del tren sobre los raíles, el murmullo monocorde del resto de viajeros. Únicamente lograba percibir aquel sonido viscoso erosionando su razón y el olor dulzón, empalagoso, que despedía la boca en constante movimiento de la muchacha.
Después de la tercera escala llegaron los temidos fogonazos dentro de su cabeza. Violentas descargas de luz a partir de las cuales comenzaban a hilvanarse pensamientos cada vez más perturbadores. Imaginaba con atroz nitidez cada detalle: la contundencia del golpe con que la aturdiría, el arma, la presión a ejercer con la misma para lacerar piel y tejidos blandos, para triturar huesos, desgarrar tendones...el olor que impregnaba ahora el ambiente no era dulzón; se trataba de un aroma acre, metálico, proveniente no ya de la boca sino del vientre eviscerado de la joven, quien por fin había dejado de masticar.
La mujer se dispuso a abandonar el tren en la siguiente estación, pisándole al acceder al pasillo entre las filas de asientos. Lejos de disculparse, no le dedicó más que una breve e intolerable mirada cargada de indiferencia.
Aquella gota colmó su vaso. Roto definitivamente con aquel pisotón el frágil hilo de lucidez que aún pudiera conservar, le fue detrás, siguiéndola a pocos metros de distancia.
Ajena a cuanto bullía a su espalda, la joven salió de la estación por una de sus puertas laterales, comunicada con las intrincadas callejas del casco antiguo de la ciudad, poco frecuentadas ya con la noche entrada. Él, ofuscado, manoseando compulsivamente la navaja multiusos que siempre llevaba consigo en el bolsillo de su cazadora, apresuró el paso dando, al girar en una esquina, casi de bruces contra ella, parada junto a un portal. Ambos permanecieron inmóviles durante unos segundos antes de que todo se precipitase saliéndose de madre definitivamente. La muchacha, desconcertada, abrió los ojos de manera desmesurada, tornándose su estupor en pánico al reconocer al hombre junto al que había viajado y en cuya mano, bajo la tenue iluminación de una farola, relampagueó un objeto que en aquellas circunstancias, en aquel lugar y a esas horas, no podía ser sino un arma.
El policía no pudo evitar estremecerse antes de volver a cubrir el cuerpo. El tajo ( junto al cadáver habían encontrado una navaja ensangrentada ) había seccionado completamente la vena yugular. Según dijeron los sanitarios, quienes nada pudieron hacer por salvarla, la víctima se había desangrado en apenas un par de minutos.
Mientras la ambulancia se alejaba, el agente, acostumbrado a convivir con la maldad, con homicidios motivados por las más variopintas razones, comenzó a elaborar su informe incapaz de comprender cómo un hombre aparentemente normal llega a cortarse el cuello frente a una desconocida.