UN PROFESIONAL

Ha llovido mucho desde que maté por primera vez. ¿Cómo olvidarlo? No era muy bueno entonces, ni resulta tan sencillo como parece. Necesité vaciar el tambor de la aparatosa Magnum 44, alarde innecesario adquirido en el mercado negro como fálica licencia para mi vanidad, sobre aquel desgraciado para que dejase de respirar. Tres disparos en el tórax, repartidos entre pecho y abdomen, otro en el hombro, uno que le rozó la sien arrancando parte del cuero cabelludo y, por fin, el que le acerté en la cara. Qué chapuza.

No me avergüenza reconocer que lloré. Era muy joven, como él. Mis lágrimas se mezclaron con su sangre cuando, ridículo, le apoyé los dedos en el cuello para comprobar lo evidente. No fue un trabajo limpio pero era el primero. Mi bautismo de sangre. Una expresión curiosa, casi una sorna con toda la que manchaba mi ropa y varios metros alrededor, minutos antes dentro de él. Con el tiempo depuré mi técnica. Nadie nace sabiendo.

Sostienen algunos especialistas que estadísticamente existen tres motivos fundamentales para cometer un homicidio, sólo tres: religión, sexo o economía. Lo demás son matices, ramificaciones del mismo tronco. Yo soy agnóstico y el fanatismo no le sirve a mi conciencia como clavo ardiendo al que agarrarse. Asesino por dinero, sin escrúpulos inoportunos que ni abrigan ni alimentan.

Puede parecer irónico, una paradoja, pero detesto la violencia. La gratuíta, ejercida por mero placer o dejándose llevar por pasiones tan bajas como la ira. Una muestra de debilidad, a mi modo de ver, inaceptable.

Yo por ejemplo, no torturo. No acepto encargos de ese tipo. Cada cual tiene sus reglas, su código de valores, molesto en ocasiones, útil no obstante si un atisbo de moralidad inapropiada golpea en las tripas. Ese es el mío. Yo ejecuto. Sin más. Sin saña. No obtengo placer con el daño ajeno.

Ha llovido mucho...

No mentiré sosteniendo haber perdido la cuenta de mis víctimas. No es cierto. Cada una de ellas está asociada a un movimiento bancario: el pago del vehículo de lujo con el que me desplazo, del ático en la zona noble de la ciudad desde donde escribo...

Ahora utilizo armas mucho más discretas; una "ocho milímetros", en concreto. Suficiente si se dispara a la distancia adecuada, muy cerca del objetivo, a quemarropa. El agujero provocado por una bala de ese calibre, del diámetro de un meñique, apenas afea el cuerpo evitando asímismo el fastidioso espectáculo de la sangre, sesos o vísceras diseminados. Cuanto menos se ensucie, menos habrá que limpiar, diría una estoica madre.

Cínico, ¿verdad? Sin duda es el epíteto más apropiado para referirse a mi persona. Cínico es quien comete con descaro, carente de pudor, actos reprochables . De esto hice yo mi oficio; mi modus operandi, vivendi, hasta el día de hoy y así, cínico, es como voy a morir.

El inspector Robles plegó de nuevo el escrito recogido en el lujoso mueble del recibidor. No daba crédito. Jamás a lo largo de su carrera en el departamento de homicidios se le había presentado un caso semejante.

A primera vista, parecía obvio que se trataba de un suicidio. El sujeto aún sostenía una pequeña pistola en su mano derecha. El mismo lado donde en la cabeza, con el borde renegrido, el orificio de bala parecía coincidir con el calibre del arma. Sin embargo, el manuscrito que el policía introdujo en una bolsa de plástico transparente etiquetada como "prueba A" y, con posterioridad, el examen del correo electrónico en el ordenador portátil hallado durante el preceptivo registro, con un misterioso E- Mail en la bandeja de entrada donde únicamente podía leerse un nombre seguido por una serie de dígitos identificados por los investigadores como una sustanciosa cantidad económica, desmintieron su hipótesis inicial.

Por lo visto, reflexionó un Robles estupefacto mirando el cadáver, el hombre al que había pertenecido hasta pocas horas antes el cuerpo yacente sobre el parquet, era todo un profesional.