Berenice - Relato
La música destilaba lento, extraño. En aquel pub, refugio para varias almas perdidas como la mía, era habitual espabilar el espíritu con bebida fuerte y música pesada. Muy atrás había quedado ya la melena, las pulseras de pinchos y el cuero. Era cierto lo que decían las letras: el rock nunca fue moda, es un modo de vivir. Así también era aquel ambiente 'beat' surcando las drogas, de entre las cuales el alcohol siempre había sido rey.Atmósfera oscura, botellas iluminadas invitando a su consumo, vinilos decorando el techo y las guitarras colgadas de las paredes. Algún concierto sonaba en silencio a través de las varias pantallas de televisión. Y yo, en la barra, degustando con los ojos cerrados una copita de un buen vino de cebada, oscuro pero dulce, como mi corazón. Evadido. Invadido de pensamientos tóxicos e ideas que me hubiera gustado dejar en el olvido. Como siempre. Si abría los ojos un instante y una sonrisa me saludaba, coqueta..., agachaba la cabeza para seguir encerrado en la falsa seguridad de mi propia mente.
Aquella noche todo fue diferente.
Respondí a la sonrisa, todavía no sé muy bien por qué. Siempre que Berenice aparecía, el mundo se llenaba de una luz cálida imposible de describir. Jamás vestía despampanante, sino elegante, sutil. Aquella mirada era suficiente para dejar pasmado a cualquiera que se cruzase con sus ojos. Tanta energía irradiaba con su sola presencia, que hasta un desgraciado como yo podía ver enseguida una escalera al cielo. ¿Amor idealizado? No creo. Más bien un sentimiento sincero de afecto, nobleza y bondad. En cuanto me di cuenta de que me encontraba sonriendo con cara de imbécil regresé a mi copa y a mis pensamientos. Un tóxico reflejo aprendido hace ya un tiempo para defenderme..., no sé muy bien de qué. Supongo que del ridículo.
-- ¿Qué tal guapetón?
Su voz me llegó desde la izquierda, muy cerca de la oreja, su mano frotando mi pecho con energía. Me sobresalté. Totalmente inesperado. La miré pánfilo. Solo pude estirar mis labios de una oreja a la otra, sin decir nada. Quedé hipnotizado ante aquellos ojos almendrados que me regalaban un tonto aliento de esperanza. Frecuentábamos locales distintos, músicas de gusto diferente. Solo compartíamos un par de vagos recuerdos y algunas personas que conocíamos, todo aquello de la secundaria. Nos perdimos de vista un rato. Ella a su fiesta, yo a la mía. Diferentes estilos de vida y distinta compañía. Parecía improbable que nos volviésemos a encontrar aquella noche.
La música de la discoteca era horrible. Cuatro horas más tarde y alguna copa en medio era lo único que hacían aquel ambiente algo soportable. Mi colega y yo nos fuimos a la barra. Último pase: un ron con lima y a la cama. Di unos pocos tragos, siguiendo mi costumbre de cerrar los ojos entre sorbo y buche. Un codazo.
-- Te están mirando al otro lado.
-- ¿Y qué? --dije.
Fruncí el ceño. ¿Qué importaba? Seguí a mi bola. Una mano suave y cálida tomó la mía. Me di la vuelta y me encontré un ángel arrastrándome hacia el medio de la pista. Berenice comenzó a bailar conmigo y yo no sabía siquiera cómo seguirle el ritmo. Me dio la espalda, enseñándome su cuello y pegó a mi cadera la suya. Miedo. Miedo a cagarla, inseguridades varias y pocas ganas de malinterpretar y estropear un momento tan maravilloso. Y aún así, dominado por un curioso instinto llevé mis manos a su cintura. Más relajado, conduje mis pasos junto a los suyos. Ella me guiaba, como en un sueño. Se dio la vuelta y rodeó mi cuello con sus brazos. Nuestras narices se rozaban y nuestros labios, mudos, se hablaban en secreto. Hasta que me susurró al oído.
Me desperté sonriendo. No estaba sobre la cama más cómoda pero sí al lado de la mejor compañía. Berenice me sacó de aquel infierno de after y dimos un paseo lento, relajado. Chistes por un lado, bromas por el otro. Recuerdos inocentes, otros dolorosos, nos pusimos al día. Cuando llegamos a su portal, aún teníamos demasiado de qué hablar. Me dio un abrazo para despedirse y cerré mis ojos, confiado. Sin esperarlo siquiera sentí al momento sus labios. Un beso corto y pequeño, de tanteo, pronto se hizo lento y grande. Mi corazón estaba a punto de explotar.
¿Cuánto tiempo estuvimos diciéndonos de todo sin hablar una sola palabra? Difícil saberlo. El sol ya estaba bastante alto en el cielo cuando separó su boca de la mía y, cogiéndome de la mano, me habló en un susurro, mordisqueando mi oreja.
-- Vamos adentro.