La habitación de los amantes
Entreabrí la puerta de la habitación de los amantes, la de Hèléne, la de Bruna, la mía. Era mi debilidad semanal, la meca de mis sueños, el norte de mi brújula. Donde no existía el pecado, solo el placer sensual más amplio. Donde todo valía, donde la vida era más, donde los tres éramos uno. O dos, o los tres. Hèléne, Bruna y yo.Las dos mujeres estaban tumbadas en la cama, desnudas, besándose. Sus cuerpos, engarzados, bailaban con exquisita cadencia. Mi vista se clavó en las nalgas de Bruna, las que me perdían, las que alborotaban mi libido hasta la locura, donde tantas veces me perdí. Ella, consciente de mi fijación, descabalgó de la amante y separo las piernas para que pudiera deleitarme con sus partes más recónditas. Hèléne, celosa, acercó su lengua a la entrepierna de Bruna. Un jadeo monumental retumbó por la estancia.
Me mantuve en el quicio de la puerta. Quería mirar. Hèléne se esmeraba en lamer una y otra vez su manjar. Era deliciosa gula, su sustento imprescindible. Bruna me miraba fijamente, como si en su vida no existiera un mañana, como si el tiempo tuviera que detenerse para siempre en ese mismo instante.
Me desvestí despacio. Necesitaba parar el tiempo. Quería vivir con toda la intensidad cada segundo. Sentir el dócil roce del algodón al quitarme la camisa, notar como mi sexo se liberaba de toda barrera, tener consciencia plena de cada paso que daba en busca de mi sueño inaplazable, de mi obsesión más vital.
Me tumbé en la cama, entre las dos mujeres. Sus cuerpos estaban calientes, sus corazones latían con excitación. Cuatro manos me acariciaron con toda la delicadeza del mundo. Un susurro obsceno al oído. Un beso. Otro. Labios, lenguas, saliva. Una orgía para los sentidos. Mi rendición total. Hèléne se apartó. Había perdido su exclusividad. Bruna se quedó. Ligera, apasionada, definitiva. Me cabalgó con firmeza.
Hèléne volvió. Besó repetidamente el cuello de Bruna mientras le acariciaba la espalda. Humedeció sus largos dedos en mi boca para explorar lo que ocultaban aquellas nalgas que perturban repetidamente mi conciencia. Y luego noté como dibujaba círculos preciosos alrededor de mi ano que terminaron con una penetración suave.
Me corrí y me aparté. La urgencia había terminado, pero el deseo seguía ahí, perenne. Hèléne, posesiva, se abalanzó de nuevo sobre el cuerpo de Bruna y la abrazó con lujuria. Me hice con un cigarrillo y volví a mirar. A contemplar embelesado el torrente de pasión que envolvía aquellos cuerpos lascivos, en la habitación de los amantes, la de Hèléne, la de Bruna, la mía.