Primera experiencia en el mundo swinger.
Un hotel en playas mexicanas, donde fui invitado por una revista para escribir sobre hoteles “para personas de mente abierta” (no me permitían usar la palabra swinger). Me pagaban la experiencia a cambio de escribir sobre ella.
Me acompañaba una fotógrafa, que sacaría fotos generales del hotel, pero para la noche swinger no podría llevar cámara (una regla del hotel y en general, del mundo swinger), pero la coartada reportero/fotógrafa serviría para entrar al evento como pareja hetero, lo cual era otra regla inamovible para hospedarse en el hotel. Después ya en el calor de la acción, se permitía armar cualquier cosa.
Ambos, llegamos sin experiencia previa en ese mundo (yo tardaría años en conocer el Shibari y el BDSM).
La fotógrafa y yo no éramos pareja. Nos habíamos ido a la cama un par de veces como amigos y había resultado buena la experiencia. Nada más.
Cuando me propusieron el viaje ambos estábamos solter@s, y en esa época pensaba que no me gustarían las prácticas swinger con una pareja con quien yo estuviera involucrado sentimentalmente: no me agradaba la idea de ver a mi novia con otro. Tampoco ejercer la contraparte y hacerle pasar a ella un mal rato. Esos juegos sexuales son perfectos con una amiga en quien yo pudiera confiar plenamente y ella en mí, pero sin posibilidad de celos.
Me tocaría estar pendiente de que ella no corriera ningun peligro y que cualquier cosa a la que ella accediera, fuera con su absoluto consentimiento.
Así que simulamos ser una pareja. Después de una cena romántica en el restaurante, nos dirigimos al pequeño “club” interno del hotel. Vimos unas 20 parejas, principalmente gringos. Ahí se hacían juegos para beber tequila y algunas estadounidenses -ninguna muy atractiva- hacían improvisados “striptease” para ganar el “concurso” y beber shots de tequila. Nada emocionante.
La fotógrafa y yo sondeamos rápidamente para detectar alguna pareja con quien se nos pudiera antojar interactuar... la concurrencia no se parecía a la publicidad del hotel ni al estereotipo con el que publicitan los eventos swinger: yo tenía 34 y mi pareja 29. Varios de los asistentes ya superaban los 45. Nadie parecía extremadamente seductor(a).
Pensamos en desistir e irnos al cuarto, cuando de pronto, de una puerta salió una gringa de unos 25 años, morena, delgada, pequeña, muy bien formada y luciendo una lencería muy tentadora. Se tomó dos shots de tequila y regresó por la puerta por la que había salido. La fotógrafa y yo intercambiamos miradas de complicidad.
Le pregunté al mesero si nosotros podíamos entrar en ese lugar. Me dijo que era el “playroom“, un cuarto donde todo estaba permitido. El cover era de 40 dólares por pareja. No lo dudé. Pagué y nos preguntaron qué nivel de interacción queríamos:
1.- Sólo dispuestos a ver/no contacto.
2.- Inicialmente ver, pero dispuestos a interactuar
3.- Abiertos a todo
Elegimos la segunda opción y nos pusieron una pulsera amarilla a cada quien. Nos dirigimos al enigmático “playroom“.
Estaba en una penunbra cachonda. Había un círculo de sillones y un divan enmedio.
Cinco o seis parejas ya ocupaban sillones y cada uno tenía una mesa para poner las bebidas y una buena dotación de toallas limpias.
Entramos con nuestras copas, nos acomodamos en un sillón y bebimos mientras examinábamos el panorama. No había gran diferencia entre los asistentes del “antro“ que acabábamos de dejar: parejas de 30, 40 y 50 años. Al vernos, un par de parejas levantaron su copa como brindis, saludo y abriendo la posibilidad a conversar. La fotógrafa y yo no teníamos prisa. Seguimos observando.
¿Y la linda morena que había salido a beber tequila? La hallamos a dos sillones de nosotros y el tipo que la acompañaba -de unos 30 y tantos- tenía un cuerpo muy bien formado en el gimnasio. Él la acariciaba un poco, sin gran cachondeo. Era obvio que también estaban sondeando el panorama.
De pronto, enmedio de esa semi penumbra con tintes rojos, dos parejas en sus cuarentas, alzaron sus copas, asintieron, y las mujeres cruzaron el salón para ir al sillón opuesto. Intercambio de parejas.
Les vimos cachondear lentamente, y empezaron a coger con toda naturalidad, Tenían experiencia swinger. Una de las gringas gemía como actriz porno, cosa que me pareció cero natural. No le creí ni medio orgasmo. La otra pareja parecía haberla pasado de forma más creíblemente placentera.
Entonces, el tipo con cuerpo de gimnasio volteó a vernos y nos guiñó un ojo. La fotógrafa y yo intercambiamos miradas y los invitamos a nuestro diván. Ambos amables. Intercambiamos preguntas para romper el hielo. Ella lucía una cintura y una lencería de ensueño. Él tenía unos pectorales y brazos muy notorios. El futuro parecía prometedor. La chica me preguntó coquetamente, en inglés, si me gustaba. Contesté el gesto recorriendo lentamente con la mirada, entre la penunbra, desde la punta de sus pies hasta sus ojos. Asentí. Él le preguntó a la fotógrafa si a ella le gustaba intercambiar. Ella contestó poniendo una mano en uno de sus fuertes hombros. Era obvio que le estaba excitando la posibilidad de estar entre los brazos de semejante masa de músculos.
Entonces, la morena delgada y diminuta me dijo que sólo había una condición: yo la podía penetrar, si primero lo penetraba a él. Entendí el juego: el tipo musculoso era gay -o bisexual- y la usaba a ella como “anzuelo“ para conseguir sus objetivos (recordé que las reglas del hotel eran claras: sólo podían entrar parejas heterosexuales. Pero ya iniciado el juego, se valía cualquier cosa).
Les agradecimos la invitación, pero yo no estaba dispuesto a probar esa experiencia -y sigo sin hacerlo-. La diminuta morena me dejó con unas ganas brutales de habernos puesto un gran revolcón.
Regresamos a nuestro sillón, la fotógrafa se rió discretamente de mi desventura y me confesó que estaba muy caliente por la casi consumación del objetivo. Yo estaba igual. Entonces, en un arranque, la tomé de la mano, puse un par de toallas en el diván del centro y frente a la mirada de todos, nos pusimos el atasque más delicioso que hubiéramos imaginado: besé su espalda lentamente, ella comenzó a masturbarse. La penetré. Tras unos minutos, llegó a un rico orgasmo. Cuando creí que la tenía sometida, ella me sacó y volteó la situación. Se montó sobre mí y me mostró uno de sus talentos secretos: practicaba Bellydance. Nunca había sentido moverse así una cadera mientras yo la penetraba. Imposible resistir: Me hizo venir. Todo frente a la mirada de las cinco o seis parejas del “playroom“.
Nos quedamos descansando cinco minutos tirados en el diván... y nos fuimos a nuestro cuarto de hotel. No probamos la experiencia del intercambio, pero conocimos el intenso placer del exhibicionismo.